Capítulo 2
Uno de los muchos recuerdos que marcarían la
infancia de José Luis era el de los bombardeos.
Primero se escuchaba el agudo sonido de las
sirenas, que funcionaban cual mensajero del peligro. Las mujeres bajaban a sus
hijos en brazos hasta el sótano de la casona, que había sido habilitado como
refugio antiaéreo. Los pocos hombres que no habían sido llamados al ejército se
quedaban comprobando si quedaba gente en las habitaciones. Poco a poco el
sonido de los aviones iba siendo más alto y a la vez espeluznante. Durante unos
segundos se hacía el silencio, no se escuchaba ni respirar. De repente el suelo
comenzaba a temblar, las paredes se agrietaban, caía polvo del techo, los bebés
lloraban y la gente gritaba. Las bombas asolaban el pueblo.
A ojos de Pepe, que tenía tres o cuatro años,
eso parecía una simple aventura como muchas otras que vivía en el pueblo,
además hizo algún amigo en los refugios.
El tiempo que Maximino pasó en Valencia
alistado en el ejército fue muy duro para su familia. Requería un enorme
esfuerzo mantener y alimentar a Pepe y Teresa. Su madre debía encargarse de las
tareas extra que este realizaba. Además, vivía en un pequeño pueblo al que
pocas veces llegaban los camiones de suministros, ya que la mayoría iban a
parar a Santander y no había medios para desplazarse hasta allí.
Por suerte, la ausencia de Maximino no duró
más de año y medio. Tan pronto como llegó comenzó a trabajar de nuevo en la
fábrica.
No todo fueron alegrías, ya que, al llegar,
éste se enteró de que su querido hermano mayor, Ismael, había sido asesinado
junto a otras ciento setenta y siete personas (nueve de ellas vecinas del
pueblo) en el barco-prisión “Alfonso Pérez”. Se encontraban encerrados allí
debido a sus ideas políticas y religiosas. Los pocos vecinos que sobrevivieron
cuentan que fueron llamados a la cubierta como si estuviese pasando lista, pero
al subir fueron disparados con un fusil. Algunos se libraron de morir
haciéndose los muertos y otros pidiendo clemencia.
Estos hechos conmocionaron al pueblo y más
aún a la zona donde vivían Maximino, Teresa y sus dos hijos, ya que gran parte
de los Corraliegos fallecidos eran de aquel lugar.
Durante los siguientes años se celebró todos
los veintisietes de diciembre un funeral aniversario en honor a las víctimas.
En Corrales todavía se puede ver una placa en el cementerio que recuerda el
terrible asesinato en masa.
Años
después, acabada ya la guerra, se descubrió el motivo de esta tragedia. Un
grupo de personas, con ideas políticas distintas, les acusaban de un bombardeo
masivo ocurrido meses atrás. Este suceso fue, como ya he dicho, el móvil del
asesinato, pero es que además se descubrió que aquellos aviones pertenecían a
la aviación nazi.
Por
desgracia, en aquella época cualquier acto, por mínimo que fuese, era utilizado
en contra del bando opuesto, incluso siendo a ser mentira.
Durante
la mitad del tiempo en el que Maximino estuvo ausente, la familia se dividió en
dos. Teresa se quedó en Corrales, mientras sus dos hijos partieron hacia Pando
(Ruiloba), un pequeño pueblo al noroeste de Cantabria. En él vivía la abuela de
estos, Florentina, una mujer recordada como entrañable, sencilla y muy bondadosa. Ella se
describía como una mujer de “rompe y rasga”. Vivía con su hija María (tía de
Pepe), su marido y sus cinco nietos (primos).
Florentina
era una mujer conocida en toda la comarca, desde Comillas hasta Cabezón. Se dedicó,
entre muchas otras cosas, a ir vendiendo pescado de pueblo en pueblo. También
coincidió con Teresa trabajando de cocinera en Santander.
La época en la que servía en Santander
coincidió también con la explosión del barco de vapor “Machichaco”. Ella estuvo
presente, pero salió ilesa gracias a que estaba situada en la última fila del
“público”.
Ella era la que abastecía a la familia que
en aquella época vivía en su casa. Se pasaba todo el día trabajando, salía muy
pronto por la mañana, regresaba a la hora de comer y después marchaba hasta
pasadas las seis. Siempre iba acompañada de su carro cargado de pescado del que
tiraba fatigosamente de pueblo en pueblo.
Cada vez que Pepe veía un avión
militar se asustaba y corría hacia ella, que se encargaba de tranquilizarle y
decirle que no le iba a pasar nada, aunque a veces no estaba del todo segura.
La
casa de Florentina, como la mayoría de casas habitadas por gente humilde en los
pueblos, contaba con dos plantas. La primera era muy pequeña con paredes hechas
de madera y piedra que le daban un ambiente acogedor, pero frío. Tenía dos
puertas, una al norte y otra al sur. La segunda daba acceso a la cuadra en la
que únicamente había una vaca y un burro. Detrás de la cuadra, ya en la calle,
se encontraba un gallinero con unas pocas gallinas de las que sacaban los
huevos, según Pepe, más grandes y ricos de toda Cantabria.
El estrecho pasillo que cruzaba la casa daba
acceso directo a la cocina. No era una gran cocina, ni siquiera tenía fogones,
pero era el lugar más habitado, porque era uno de los pocos en los que hacía
calor y también porque todos los nietos esperaban allí la deliciosa comida que
su abuela preparaba.
Los días que decidía preparar morcilla y
boronas, una especie de torta de maíz muy habitual en esa época y lugar, la
casa se inundaba de un olor a orégano y especias. Este olor significaba que iba
a haber alimento suficiente para varios días, ya que eran catorce bocas que
alimentar y había veces que se quedaban sin comer, por falta de alimento u
otras causas.
De vez en cuando Teresa (su madre) iba a
visitarles. Era poco habitual, ya que en esa época había mucho trabajo; ella y
otras mujeres llevaban una especie de comedor para la gente afectada por la
guerra, desde niños a militares.
Al principio, Pepe se enfadó con ella porque
pensó que les quería abandonar o algo incluso peor. Con el tiempo se dio cuenta
de que esa era la mejor opción.
El uno de abril de 1939 se declaró
oficialmente el final de la Guerra Civil, Pepe continuaba aún en Pando con su
abuela, su hermana y sus primos.
Poco a poco las familias de cada uno se fueron
pasando por la casa para llevárselos de nuevo a sus respectivos hogares. Ellos
dos fueron los últimos en abandonar la casa en la que, sin darse cuenta, habían
pasado tres años. Pepe ya tenía seis años y Teresa cuatro.
Ellos pensaban que todo iba a volver a ser
normal, que se volvería a escuchar a los pájaros cantar, que ya no iba a haber
militares por la zona…
Se llevaron una enorme decepción en el camino
de vuelta casa. Los bosques estaban calcinados, las carreteras llenas de
boquetes, todo parecía ser de un tono gris.
Al llegar a la casona vieron que faltaba mucha
gente, sobre todo hombres y niños. Algunos de los amigos de Pepe ya no estaban;
Teresa le dijo que se tuvieron que marchar, pero él nunca se lo creyó.
Nunca olvidará las caras de la gente,
desoladas, llenas de heridas, algunos no tenían piernas o brazos. Todos
intentaban volver a la rutina como si nada de eso hubiese ocurrido, pero en esa
situación era imposible.
El texto está muy bien escrito y tiene muchos detalles, sigue así.
ResponderEliminarEsta muy bien. Igual de interesante que el anterior. Buen trabajo
ResponderEliminarme ha gustado mucho.Sigue asi
ResponderEliminarme ha gustado mucho.Sigue asi
ResponderEliminarEstá genial, es muy fácil de leer y me he enganchado desde el principio. Consigues que imagine todos los detalles perfectamente.
ResponderEliminarestá muy bien escrito todo, es perfecto.
ResponderEliminarAl igual que en el primer capitulo, la historia tiene una trama muy buena, se hace fácil de leer y a mi parecer es una historia muy entretenida.
ResponderEliminarfácil de leer, no es un texto pesado y aburrido te hace querer seguir leyendo sigue asi
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